No quiero decir que yo vaya a ser un tipo exitoso con las mujeres. Creo que sé cuales son los lineamientos básicos a la hora de la conquista y que en su momento ha funcionado casi a la perfección, pero también sé también que he llegado a desarrollar en mí una timidez exorbitante. Y eso se lo debo en gran medida a mi madre.
A la edad de 10 u 11 un oculista y mi evidente ceguera deciden que tengo que usar anteojos, gafas, espejuelos o como quieran llamarles. Si en esas épocas era un tipo antisocial en la escuela, pues ya estaba consiguiendo el uniforme adecuado. A esa edad, todos los que han pasado por lo mismo saben, que usar lentes es lo peor que te puede pasar por todas las bromas de las que eres acreedor y no importa la respuesta que des, siempre habrán mas bromas que contra-bromas al respecto. Y creo que cuatro ojos es la menos ofensiva a esa edad.
En fin, antes del suplicio del uso de anteojos pues por lógica, tenía que comprar unos, bueno, mi madre tenía que compra los anteojos pero nos tocaba peregrinar por ópticas para conseguir los que estén acorde a mi cara y al bolsillo de mi madre. Lo que viene a continuación es algo que hice y que mantengo en la memoria dentro de las cosas que evitaría en caso de poder conseguir -o inventar- una máquina del tiempo.
Ya estamos con mi madre en la tercera o cuarta óptica y decidimos entrar a la famosa Óptica Optalvis, la que regalaba anteojos a los niños pobre en la Tribuna Libre del Compadre Palenque. Ahi me tenían con 10 u 11 años caminando junto a mi madre y para desgracia mía -desgracia la vi después esa noche, no en ese momento- nos atiende una señorita de 22 ó 23, pudo tener 27 ó 28 extraños pero eso no es lo importante.
Me pongo los primeros anteojos que escogemos con mi madre y no entiendo que fuerza interior, que poder maligno, que sentimiento vil hizo que haga la primera de muchas preguntas en ese establecimiento que cambió mi vida por completo. Le pregunté a la señorita que atendía -¿Y a ti que te parece? Con un tono galante.
Después de tal estupidez vocal y sin descaro, vergüenza o hasta tacto, fui flirteando con la señorita de la tienda mientras mi madre sonreía y reía por cada ocurrencia que salía de mi boca:
¿Me veo mejor con estos? ¿Y a ti te gusta más estos? ¿Cómo me veo con estos otros? ¿Y que tal estos, me veo bien con estos? ¿Y estos otros te gustan?
Pero no sólo eran las palabras, era el lenguaje del cuerpo (el cual ahora no puedo explicar con palabras). Toda la timidez que antes dominaba a mi ser, ese día se había tomado el día libre y frente a mi madre, aquel ser que se sentía liberado al fin, lo hacía dando lecciones de galantería con una dependienta de un óptica.
Lógicamente al inicio la señorita esa (recuerdo que era linda pero puede que la memoria me falle) sonreía ante las ocurrencias de un chico de 10 u 11 pero luego comenzó a ponerse nerviosa, a hablar entrecortado, le comenzaron a temblar las manos mientras sostenía los anteojos y yo aprovechaba esos momentos de debilidad para atacar con mayor fuerza:
¿Pero por qué te pones nerviosa? ¿Eso quiere decir que me veo bien con estos? Cálmate un poco...
Y ella se ruborizada más y más. Si eso pasaba una década más tarde y sin mi madre como testigo, supongo que mínimo acabábamos en un motel. Había entendido el arte de la seducción a la perfección y sólo era un niño.
Salimos de la óptica, dejé alborotada a la señorita (ni siquiera le compramos lentes a la pobre) y nos fuimos a casa con mi madre conversando o hasta rememorando lo sucedido. Hasta aquí todo bien. El desastre pasó en la casa.
Dicen que el karma es poderoso. Mi madre se encargó de esparcir la noticia de las aptitudes seductoriales de su hijo por todo lugar posible y debido a eso, cada vez que entraba a cualquier lugar, las risas y las burlas comenzaban. Debo decir que las primeras burlas al respecto fueron las de mis tías, vaya humillación. Recuerdo que odié a mi madre, odié a la señorita de la tienda y me odié por bocón.
Supongo que hice un llamado inconsciente a mi timidez para que reine por los siglos de los siglos en mi ser y así no poder recibir las burlas de nadie(s). Nunca más pude ser tan efectivo seduciendo a una mujer como aquella vez. Una lástima.
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